Me levanté de la cama sin querer despegarme de los sueños pues me esperaba la abrumadora realidad de enfrentar la vida que no deja de ser dura. Eran las 7:30 de la mañana cuando salí de casa, como siempre, sin desayunar. Tomé la ruta de panorama con ligera duda de que vendría pronto la ruta 41; efectivamente no fue sino que pagara mi pasaje, pasara la registradora y tras el vidrio trasero de la lenta buseta se atisbaba la trompa del bus que me hubiese llevado 15 minutos más rápido que este. Al regresar mi mirada al interior de la máquina no veía sino dos puestos libres, uno a cada lado. Antes de sentarme pensé, como siempre hago, cuál lugar no le pega el sol de la mañana. Así que me senté a mi derecha frente a los asientos.
Comenzó mi viaje, otra vez paso frente a la miscelánea de mi prima tercera materna y como normalmente pienso digo en mi mente -Tengo que visitarla un día de estos-, pero eso nunca pasa. La buseta atraviesa un barrio marginal, muy comercial, atestado de publicidad política pintada y pegada desde la campaña primera de Uribe donde queda el recuerdo desconcierto de promesas incumplidas, solamente inspira repudio ver tanta falsedad, tanta mentira, tanta corrupción, tan inútiles gobernantes que para poderles conocer debe haber elecciones y para verles la cara toca mirar una valla.
8 minutos después, aún no hemos salido del reposo, en toda la esquina de una tienda donde marcan tarjeta los de esta ruta, se detiene esta para hacerlo; mientras tanto es inevitable recordar los días en que mi madre tenía una guardería y llevaba a los niños a piscina, cerca de allí donde la espera se hacía eterna; ya se acababan los recuerdos en mi cabeza y el busetero campante y relajado no arrancaba, embelesado se reía a carcajadas mirando con negra intención las rellenas piernas de la mujer que apuntaba la hora en su tarjeta.
A mi lado estaba acompañándome una anciana que me enterneció apenas vi, era tan linda como mi nona materna, delgada y con tantos caminos en su cara que moldeaban una sonrisa permanente. Ya, al menos, salimos de la comuna 4 y nos dirigimos a la carrera 33 de Bucaramanga, luego de soportar 3 semáforos burlones. A toda pasó el buseto por el puente La Flora, entre el trancón, las desesperadas y desesperantes cornetas sonando, los motociclistas imprudentes, los peatones atravesados y la bulla de los vendedores ambulantes que encierran los andenes frente al Club Unión se subió un niño como de 7 años, con la cara manchada como de mamones, el pelo sucio y alborotado, con su camisa vieja que más parecía prestada, y sus zapatos rotos como mordidos por ratas de quebrada. Comenzó con timidez a pedir que lo escucharan sin hallar nada de parte de los desapercividos pasajeros. De repente un vozarrón fino delicado, empezó a estremecernos la piel, mientras el niño cantaba, se enchinaban los bellos de los brazos y cabeza, los audífonos que distraían a más de un joven despabilado se cayeron intencionalmente del estruendoso canto, no supimos cuánto tiempo pasó, unos se bajaron atónitos, muy pocos subían igualmente sorprendidos. Cuando calló su dulcísima voz el pequeño, las precoces lágrimas eran femeninas en general por toda la buseta, pero combinadas con sollozos como de bebé a mi lado se batía la anciana tierna de sonrisa eterna, se le había borrado la sonrisa y los caminos de su tez se llenaron de dolorosos ríos de recuerdos, con alegría pensaba que estaba conmovida, pero al pasar los minutos, al pasar ya por el Batallón y ver que el lamento era más intensó me preocupé y le pregunté sin saber qué preguntar.
- ¿Señora, disculpe, dónde se queda usted?
No me miró siquiera, solo dirigió levemente su mirada a mi lado sin tocar con ella ni mis zapatos; sus ojitos pequeños se hicieron diminutos, y la frontera de sus líneas lúcidas estaban llenas de un rojizo llanto, aunque su color de mirada parecía de profundos mares, la sal de su llanto había ya desteñido su iris, parecían ojos sin color, sin olor, sin sentir, sin sabor, sin alegría, como arrepentidos de haber hecho o no hecho algo que marcó su vida para siempre. En ese momento se me ocurrieron muchas cosas, estaba tan concentrado y acongojado con la señora, que ignoré al niño cuando me pidió una moneda. Ella se ensimismo nuevamente y recostada sobre sus piernitas siguió lamentándose con gestos profundos e inefables, aunque discretos, que laceraban sin querer cualquier intento de estar en paz.
Ya bajábamos por toda la 14, cerca al Sena, después de tomar la Glorieta del Estadio. Me bajé ahí en la 14 con 27, nunca lo hago, pues queda más cerca por la 25 con novena, pero no sabía qué hacer con la abuelita, me consternó su mirar y me originó una herida ajena, tan profunda, tan sentida, tan en el alma, que duré todo el día con ella. Pasos más adelante a las puertas de la UIS llegué y todavía pensaba si hubiera sido mejor haber esperado la ruta 41, pero quién iba a saber que la matutina ruta de entre semana se convertiría en una herida ajena pero compartida de un ser especial.
Fabián Alberto Prada Naranjo
Licenciatura en Español y Literatura
Ciencias Humanas
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